Convergencias
I
Oficina/congeladora, Santa Fe.
Día de visitas. Ha cruzado ya el pasillo un puñado de personas que ahora están en la sala de juntas. Los mortales seguimos trabajando y de vez en cuando levantamos la vista sobre las computadoras para chismear cuando el murmullo de la pecera aumenta de volumen. Tocan el timbre y luego aparece una chica con un mechón de pelo morado, es O. Me levanto en cuanto me ve, me reconoce y saluda con la mano. ¡Hola, qué andas haciendo por aquí! ¿Aquí trabajas? Vengo a apoyar a G en el proyecto. Luego nos vemos. Vuelvo a mi lugar y me doy cuenta de que todos me ven sorprendidos. Arrugo las cejas. ¿Qué? ¿Eres famosa, Anita Verde?, pregunta el programador. No, sólo tenemos una amiga en común y siempre que nos juntamos nos encontramos por una u otra razón. ¿Es de Puebla? No, de Tlaxcala, pero conoció a mi amiga aquí en la Fundación. Ah, emiten con desgano y volvemos a nuestros monitores. Me pongo mis audífonos y antes de reconectarme a la Matrix pienso que me fui de Puebla por pequeña y falta de variedad, que lo que es minúsculo es el mundo de las Letras sin importar la cantidad de habitantes de la localidad, que los chilangos confunden la fama con la coincidencia porque son igual de improbables y que como buenos foráneos reconocemos y saludamos a los de nuestra especie.
II
Metro Coyoacán.
Regreso con mi hermano de una vuelta por el centro de la Ciudad un domingo por la tarde. Ignoro el abrir y cerrar de las puertas plateadas, ya que estoy muy metida entre sueños y planes que compartimos como buenos Bermúdez, cuando de pronto escucho el inusual “Ana Mary” que hace casi una década fue recortado a “Ana”. Sólo hagan favor de agregar los pertinentes signos de admiración para marcar gráficamente un grito que sacó del ensimismamiento a los demás pasajeros. ¡Mau!, grito al reconocer a ese gran amigo de la secundaria y prepa, que recientemente había vuelto después de 6 meses de recorrer el mundo, al tiempo que me levanto y nos abrazamos como si no nos hubiéramos visto en años y nadie nos estuviera viendo. Y sí habían pasado varias vueltas al sol y a la vida sin encontrarnos y sí nos veían los demás como si tal coincidencia no ameritara semejante escándalo, porque reímos nerviosamente y nuestra felicidad era tan evidente, porque habían olvidado que ésta es una de las ciudades más grandes del mundo y el hecho de coincidir con un viejo amigo de tu muy provinciana Puebla en el mismo espacio y momento entre el sinfín de probabilidades que ofrece semejante urbe era digno de sorprender a cualquier foráneo, porque aunque el encuentro apenas durara dos estaciones para describirlo la palabra “suerte” para nosotros no era suficiente.
III
Terminal de Autobuses de Pasajeros de Oriente.
Pedí permiso para irme a Puebla desde el jueves por la tarde, mañana tengo que presentarme del otro lado de los volcanes para la tutoría de la beca. Aunque salí a las 4 p.m., son las 6 y apenas voy llegando a la TAPO porque se me ocurre trabajar en la otra punta de la ciudad, pero principalmente porque #CDMX. Llego a la taquilla de Estrella Roja y pido el siguiente a la CAPU; mi preferido es el económico porque muchas veces se agradece que el autobús no lleve ni baño ni televisiones con películas a todo volumen, pero dada la hora pico que comienza a apoderarse de las vialidades, el que sea está bien. Me quejo con la cajera por qué llevan casi un año sin aceptar la tarjeta de Socio Íntimo y exijo me den los beneficios de las estrellas que he acumulado con mis constantes viajes alrededor del Iztaccíhuatl. Como de costumbre, llego con el coraje y busco la puerta 5, la que por $20 te da el privilegio de pasar el filtro de seguridad antes de acceder a la sala rodeada por una barrera de cristal y no pasarlo al momento de abordar, una máquina de café y té que funciona una vez sí una vez no y un ticket con el que puedes reclamar tu maleta al operador al llegar al mismo destino. Camino entre los asientos con vaso en mano con cuidado de no derramar, como es mi costumbre, el agua caliente sobre mi abdomen, cuando veo que a la derecha se encuentra ese profesor de la universidad que tuvo a bien darme una puñalada administrativa al punto de mi titulación. Me vuelvo a la izquierda y veo a una señora que trabaja con mi mamá revisar su bolsa. En el fondo está el papá de una compañera de la primaria. Recorro el pasillo central sin despegar mis ojos de la infusión, de reojo noto que he sido reconocida y apuro el paso para sentarme hasta atrás. La señorita llama a los pasajeros del autobús que sale en ese momento, los tres se levantan y se forman para entrar a la unidad, ninguno volteó hacia atrás, yo encuentro ese momento como adecuado para guardar el ticket en mi bolsa y pienso que uno puede salir de Puebla, pero Puebla no saldrá de uno; que la sala de Estrella Roja y de ADO de las terminales de la CDMX son una sucursal de mi estado natal, y que tal vez por eso coincidir en esta parte de la Ciudad no es tan mágico.