La Lupita en la espalda significa que mi barrio me respalda

12 de diciembre, por la tarde.

Un profesor dijo en clase a principios de la uni que si uno quería conocer verdaderamente la cultura mexicana había que hacer 3 cosas: ir a un concierto de Juan Gabriel, ir a un América-Chivas en el Azteca e ir a la Villa el 12 de diciembre. El primero ya está muerto y no creo que un video lo sustituya. El segundo no lo he presenciado aunque sí he ido al Azteca. El tercero, fue una aparente misión suicida o así lo llamaron mis amigos y familiares y así lo esperaba. Mi mamá casi me mandó la bendición para que me protegiera en mi aventura en la peregrinación más grande del país para ver a la Madre de México, esa que nos cuida, aún cuando estemos solas.

Emprendo el camino, no de rodillas, pero sí de pie de Santa Fe hasta Tacubaya en pesero (¿Qué mayor penitencia se puede pedir que ir a Santa Fe todos los días?). Una hora más tarde y entre puestos, entro al inframundo de la línea naranja. Toco fondo y de ahí subir a El Rosario. El cambio de línea obliga a que te despiertes y llegues a la superficie. De ahí para La Villa-Basílica. Mi novio dice siempre que estos días está cerrada la estación, así que la intención era bajar en el Deportivo, pero como estoy cansada y esto va para largo, me arriesgo a ver si funciona. Si no, me bajo en Martín Carrera y camino desde allá. Y sí, la gente baja y sube, así que me apuro para cruzar antes del cierre de puertas. Subo las escaleras y tomo aire. Ok, aquí vamos.

Hay muchos puestos vendiendo todo lo que se te ocurra con La Morenita: veladoras, cromos, copales con incienso, pulseritas, escapularios, playeras, sudaderas, gorras, paliacates, sombreros, aguas, dulces, artesanías y todo lo que se le pueda ocurrir, damita. En la esquina doblo sobre la Calzada de Guadalupe que está cerrada para los peregrinos; los de las mandas que regalan cientos y cientos de tortas, tamales y sándwiches a los foráneos en fila; los que en el suelo sobre mantas tienen colocados pilas de CDs piratas con desde el cielo una hermosa mañana sonando en sus múltiples bocinas; los devotos que van con imágenes inmensas cual pípila sobre sus rodillas; los periodistas que apuran el paso porque va a empezar la misa; los que ya se cansaron y usan el adoquín de asiento; y los que vamos de curiosos sin temor a las multitudes a echar un ojo. Y con todo y todo, no hay tanta gente.

Tú sigue a la multitud y unos pasos adelante se levanta hacia arriba una cerca que delimita el gran santuario en forma de regalo forrado con celofán restirado… y compañía. Al centro, unas puertas enorme de reja abiertas con un letrero de lona que pone ENTRADA ENTRADA ENTRADA. Claro, como si alguien lo dudara. Tras pasar el umbral de lo mundano de la GAM a Tierra Santa, a la derecha hay unas carpas con el logo de la Delegación: ATENCIÓN MÉDICA AL PEREGRINO. De pronto tiene todo el sentido: cuántos de esos que yacen aparentemente descansando en el suelo no pueden moverse porque no han parado por días, a cuántos se les acabaron los zapatos y la piel de los pies en ampollas; decenas estarán deshidratados y con quemaduras graves por el sol; cuán descuidada debe de estar su higiene personal; a cuántos les habrán caído mal las tortas de las mandas. Ello, sin duda, será el paraíso para muchos. Pero la GAM no da servicios funerarios a los que perdieron la vida a medio camino en una autopista.

En cambio, en el atrio está la mera pachanga. Como hiphoperos o los payasos del centro, se acomodan en la explanada distintos grupos de danzantes cuya pista de baile es delimitada por sus observadores. Las dos arterias de la sangre mexicana, según Fuentes, pueden apreciarse claramente. A la derecha, los ritos prehispánicos. Penachos, taparrabos, cascabeles en los tobillos, tambores, flautas, incienso, palmas, plumas, paliacates en la frente. Vuelta a la derecha, vuelta a la izquierda, zas zas con los pies. El líder toma de la ofrenda el copal y hace una reverencia hacia las cuatro direcciones de los puntos cardinales. Tonantzin, pienso, no Guadalupe.

Al lado hay un grupo que lleva pantalones oscuros, camisa blanca, un paliacate rosa mostrando las esquinas en el pecho, la espalda y los hombros; un gorro rojo con decorados en azul y una cresta de flecos dorados. Al centro hay dos pares de troncos amarrados en V invertida, unidos por una cuerda sobre la cual camina un sujeto con la misma vestimenta y que carga una vara para el equilibrio. Si Hollywood no fuera tan influyente no pensaría que abajo hay una fogata y el individuo será rostizado para la cena. En su lugar sólo hay concreto contra el cual podría perder los dientes si cae, qué bueno que hay médicos cerca. Para acabar con el suspenso, el joven se sienta en la cuerda y es entonces que noto que trae unos Converse rojos.

Un poco hacia la izquierda veo otras danzas típicas. Hombres con pantalón y camisa de manta, con morrales y cinturones tejidos con hilos de colores. Cargan un estandarte con la virgen del que penden listones. Otros con menos blanco, pero con sombrero y bordados artesanales bailan sin un paso ni coreografía en específico. A un lado hay unas cazuelas enormes como para hacer mole llenas de noséqué junto con frutas, maíz e incienso. Parece una ofrenda con utilería muy pesada como para traerla desde cualquier otro lado. Finalmente, unos que parecen huehues con máscaras de papel y sombreros con listones de colores bailan esos compases que se repiten una y otra y otra y otra y otra y otra… En fin, todo un desplegado de tradiciones prehispánicas y novohispanas que coexisten en armonía y donde uno no sabe dónde termina Tonantzin y dónde empieza Guadalupe.

El sol se pone hacia la derecha tras el gran carillón, un aparente instrumento musical a base de campanas en una estructura a modo de tótem. A sus costados, dos relojes cuya simbología invita a la reflexión sobre el creador del tiempo: uno de manecillas y uno solar. Qué afortunado el músico que interprete alguna pieza con las campanas, tiene ahí mismo en sombras y en arábigos un metrónomo bilingüe: una lengua, una cultura. Abajo, un reloj-calendario azteca que con agujas, indica los días y meses del año al reproducir los movimientos de los astros Sol, Luna y Venus. Todo sistema tiene redundancia.

Entre los danzantes anda dando vueltas un perro callejero que de pronto sale corriendo despavorido. Un señor con una máscara que lleva pelo en el rostro y unas pieles sobre la ropa ha hecho un movimiento brusco que lo ha asustado. Detrás de él vienen otros tres que corren entre la gente y emiten un grito para asustarla. Me recuerdan a los fariseos o a los judíos del noroeste que salen a hacer diabluras en Semana Santa. Me acerco y les pido una foto. Dejan de correr y posan. Luego se dispersan para seguir en lo suyo.

Al fondo, de derecha a izquierda. El Templo del Pocito. La Ex Parroquia de Indios, porque la inclusión no es un concepto millennial. El novohispano ex Convento convertido en la Parroquia de Santa María de Guadalupe. Detrás, la capilla de San Miguel o la del Cerrito, que es donde supuestamente se encontró Juan Diego con la Virgen. La barroca Antigua Basílica de Guadalupe porque ya  no cabían, como todo en esta Ciudad. Finalmente, la mera mera Basílica.

Fila 1, Fila 2, Fila 3, Fila 4, Fila 5, Fila 6, dicen los letreros pero no veo tales filas. Sí, sí, 7 millones de personas dicen las noticias y yo no tengo que hacer fila para la banda de la Virgen. Tal vez la pachanga era en la madrugada y ya se fueron todos a dormir. Sin duda la tarde es el mejor momento para cumplir las mandas sin tumultos las mandas, el requisito, la visita para la crónica. Igual sigue siendo doce.

Va empezando la misa en el recinto más enorme. En semicírculos semiconcéntricos se acomodan las bancas donde los fieles van tomando asiento. Otros se quedan parados en la parte trasera cercana a las puertas donde ronda un reportero, acompañado de un camarógrafo, interceptando al primero que pase para mostrar seguramente al aire una entrevista intersantísima nada similar a las que han transmitido los medios todo el día, todos los 12 de diciembre, todos los años.

Me voy hacia uno de los costados y encuentro las bandas transportadoras que gestionan el tiempo de contemplación a la Virgen porque hay que ser considerado: sólo hay una Lupita y somos muchos los que queremos verla. Hasta los segundos para compartir espacio y coexistir con tus dioses están contados y previstos por una logística. La vida es efímera incluso en estos casos, total, ya habrá tiempo en la eternidad del Cielo para aburrirnos en la contemplación divina.

Banda 3. Ve y deja que la Virgen te vea, dijo mi papá cuando supo que iba a emprender esta peregrinación, eso decía el Papa Juan Pablo II. Doy un paso y me dejo llevar. El manto pende sobre mí tras un cristal antibalas, muestra la imagen que conocemos de la madre de Cristo que nos mira condescendiente y que se ha quedado en el lienzo para cuidarnos. Doy otro paso que me fuerza a despegar la mirada: se acabó la banda.

El padre llega a la infinita homilía en lo que busco un lugar para estar de pie al fondo. Que Juan Diego era prudente y diligente, bien comido, bien hablado, de buen entendimiento. Que todo esto lo dice el Códice. Y yo creía que la imagen indigenista del buen salvaje se había quedado atrás. Evidentemente, la Virgen eligió al mejor en la categoría española de buen cristiano novohispano y no en la humana.

Que ha habido dudas, pero se ha comprobado su verdad: los vasos sanguíneos de los ojos, el reflejo en ellos de Juan Diego mostrando las flores al obispo, el manto con el cielo estrellado de aquél día. Así lo ha dicho un investigador de la UNAM, casa de estudios cuasidivina que tiene el poder de justificar y validar los milagros y/o los mitos. Que ella pedía una casita para mostrar a su hijo; una casita con mal sonido que dificulta escuchar la voz infinitamente grata de la madre, como un amor cuando se entrega de verdad, pero hoy no se viene a escuchar, sino a ser escuchados. Una casita que alberga en un día a 8 millones que deliberadamente miran indiferentes a la cruz y se lamentan por el corto tiempo de la banda. Que nos gusta ver un rostro moreno en el cual nos reconocemos como hijos que venimos  ver a la mamá en su día porque es la única ocasión en la que la Virgen se ha mostrado así. ¿Qué no estoy aquí que soy tu madre?

He llegado al otro lado una vez más. Los bordes siguen llenándose de arreglos florales. Más y más gente se acomoda en el pasillo. Pasaré otra vez, ¿por qué no? Igual no hay gente. Banda 4, (nunca hay que elegir las primeras filas o sólo verás los pies de los que están sobre el escenario), así inclino un poco menos mi cabeza hacia atrás. En mi camino se cruza un perro callejero abandonado por algún peregrino cuya euforia al llegar al santuario lo ha hecho abandonar al animal a su suerte. Vamos, sube a la banda, pienso, pero no. Duda entre la 3 y la 4, pero al final se da media vuelta y se va. ¿Será que la Virgen también ve a los perros o viceversa? Si tan sólo el canino supiera que sobre él se alza la razón por la que ha sido llevado hasta ahí y a su vez olvidado. Tanta injusticia debiera merecer al menos un guiño de reojo.

Doy el paso y nada. Otra vez no me ha visto o tal vez es que no sé qué esperar, aunque supongo que es algo que simplemente se sabe. Hacia la izquierda descubro un pasillo que conecta un lado de la banda con el otro y donde se coloca la taquilla de misas, recuerditos y demás servicios. Por ahí corto camino y lo intento una vez más.

La misa está por terminar, así que me apresuro a salir para evitar tumultos en el metro. Echo una última mirada a la Morenita y me despido pidiendo mi propio milagro, porque algo debe contar el viaje desde Santa Fe, porque anda de oferta por aniversario y porque todos por muy escépticos anhelamos esa chispa mística que nos haga ver la coincidencia como un hecho extraordinario para hacer más llevadera la cotidianidad y mantener la esperanza de que siempre hay algo más. Al final, a eso se viene: a comprobar la magia y llevarse un pedacito.

Recorro por segunda vez los puestos, pero en dirección contraria, sobre la Calzada de Guadalupe. Entro al metro que va vacío y emprendo el camino de vuelta, ese del que nadie habla en la TV y en cuyo destino no te espera atención médica, baile y cercanía divina, si acaso el milagro. Llego a casa y anuncio que he llegado sana y salva, que por increíble que parezca he sido una de los 8 millones y no he visto ni a uno de ellos, que he visto la historia de nuestra cultura entre bailes y oraciones, que la fe de mi padre es envidiable, que no me vio la Virgen y tal vez por ello el próximo año deba intentarlo de rodillas.