La primaria de la vida
El avión
Estuvo lloviendo toda la noche. Escojo la chamarra impermeable, la medio delgada que cabe en la mochila por si le da al sol por salir a medio día, como suele jugárnosla. Me calzo las botas y tomo del suelo el paraguas ya seco. Hace un frío húmedo, al cual le va bien el outfit, pero no al metro, ni a la caminata que le sigue. Mi cerebro se apaga en la rutina de subir y bajar escaleras, pasar torniquetes, cruzar por el paso de cebra, tomar la pista de caminata al lado de la ciclopista y esquivar excrementos de mascotas con dueños irresponsables y godines sin prisa. A una calle del corporativo me encuentro con que la banqueta ha desaparecido. Las inundaciones de Polanco, pienso. Ya era hora que me tocaran. Sin embargo, algún alma caritativa, algún godín solidario, ha puesto tabiques que sobresalen el nivel del agua. En fila, uno o dos, según se pudo. Avanzo por sobre las pequeñas islas hasta llegar al otro lado y pienso que las obras públicas fallidas y la rayuela nos han entrenado a desarrollar destrezas motrices, que el llegar al trabajo en una pieza y con la ropa impecable puede ser el primer “ganar” del día de la vida adulta, y que, cuando se vuelva costumbre y en un día sin prisas, tal vez lo intente de cojito.
Las sillas
Hoy encontré mi iPod, el único que he tenido y que me regalaron entre todos mis amigos el día que cumplí quince. Lo puse a cargar y con alegría descubrí que aún funciona. No suelo usar audífonos mientras voy en la calle, más por seguridad que por apatía musical, pero quise aprovechar el tiempo muerto de traslado para escuchar mis clásicos noventeros de la primaria: OV7 y Kabah eran mis favoritos. Cómo agradezco haberlos guardado en la memoria en lugar de sustituirlos por el éxito de otros momentos. El metro no ha pasado en un rato y ya empieza a llenarse el andén a mis espaldas. Cuando al fin llega el vagón con más pereza de lunes que la mía y abre las puertas, pulso pausa: es la primera estación de la línea, hay asientos vacíos como para creer que uno puede alcanzar a sentarse; los momentos críticos necesitan de toda tu atención. Es ahí cuando sucede la estampida, la rebatinga, el slam. Me abalanzo hacia adentro en parte por intención propia, en parte por inercia al movimiento de las personas de atrás. Brinco el espacio entre el metro y el andén, sorteo el tubo, giro con estilo hacia la silla verde para que, al momento de girar la cadera y flexionar las rodillas, una doña ocupe el lugar antes que yo. Inútilmente, permeo los lugares con la mirada para descubrir lo inevitable: todos están ocupados. Yergo mi cuerpo otra vez y disimulo mi coraje, ese que a modo de déjà vu, hace eco en mi memoria por quedarme de pie al parar la música. Miro hacia la puerta evitando contacto visual y pienso que todo pasa por algo y que la vida te enseña habilidades en momentos tan nimios para usarlos en los más cotidianos un par de décadas después, que el principio básico de aquél juego popular mexicano evoluciona con la edad de competencia a gandallismo y que, de grande, uno entra en conflicto entre buscar la victoria, la civilidad, la comodidad que dura apenas unas estaciones, la convivencia pacífica en un espacio cerrado o simplemente dejarse perder, como antes, como nos enseñaron, como siempre.
La cuerda
Adivina lo que me pasó hoy en el metro, dice mi hermano entre divertido y orgulloso, me trataron de quitar la mochila. Estaba atascado y en una de esas estaciones donde no baja nadie, que el tipo de enfrente de mí se baja corriendo. Pensé que qué raro y luego luego que siento un jalón de la mochila (la traía en las manos para no estorbar). El tipo agarró una de las correas y juró que del jalón la soltaría, pero nel, la agarré con más fuerza de regreso. Entonces que nos quedamos viendo, cada quien con un tirante diferente, la puerta del metro en medio, sin pitar, y todos en el vagón viéndonos. Él jaló de nuevo y yo respondí igual de fuerte. Volvió a jalar y yo también pero más fuerte. Ninguno soltaba su tirante, ni cruzamos el hueco entre el metro y el andén. En eso, que la puerta empieza a pitar y nosotros jalando y jalando. Y que se empiezan a cierran las puertas y que el tipo suelta la mochila y se va corriendo. Avanzó el metro y me dio risa, la neta. Pues que los demás del vagón se rieron también, aunque los muy hijos de la chingada no hicieron ni madres. Me reí, no bueno, gracias por su ayuda, eh. Y ¿cómo quedó la mochila? Pues los tirantes están todos guangos jaja pero me la quedé yo, dice triunfante.
Y sí, ganarle al malo siempre es reconfortante, pienso. Tal vez la indiferencia venga como respuesta a que fue tan rápido y tan familiar que cualquiera pensaría que se trataba de una cuerda que unía a dos contrincantes que debían tirar hasta que la mochila cruzara de un lado o del otro de ese vacío tan característico entre la plataforma y el metro. Tal vez es que ayudar a uno u a otro en el juego sería considerado trampa. Tal vez es que apoyar activamente al lado del bien en la vida adulta suele terminar muy mal. Tal vez es que las reglas dejaron de respetarse al terminar la infancia. Tal vez es que nos gusta ver ganarle al malo sin ensuciarnos las manos.
Gallo, gallina
Era sábado por la tarde, sábado de evento Pokemón a las 4 p.m. para T, sábado de reunión de trabajo freelance para mí, porque #millennials. Él, junto con los demás jovencitos de cerca de los treinta, en el zócalo, atrapando un ejemplar shinny; yo, saliendo de la línea verde en Hidalgo, amarrando por Whatsapp otros dos proyectos y escribiendo en las notas del celular las ideas que me van surgiendo. Quedamos de encontrarnos en algún punto de Madero, se nos hizo fácil, hasta que enfrentamos la multitud que habita permanentemente la avenida, más en sábado. Por más que uno quisiera avanzar, atraviesan turistas, flâneurs de fin de semana, familias a paso de niños, parejitas derrochando miel, molestos y desesperados vendedores de los locales aledaños, uno que otro músico, macetas y pilotes en las bocacalles, ambulantes y hasta sirenas o lo que la ocasión o el destino te presente en el camino. Hay tanta gente que no es posible llevar un ritmo normal de andar. Un pie tras otro pie, sin correr, paso a paso… Un pie tras otro voy, a ver si consigo dar con T… Finalmente, doy con la cabeza que sobresale del mar de cabelleras oscuras. Con paciencia nos vamos acercando hasta tenernos de frente, sin pisarnos, para eso llevamos varios metros de atropellos a nuestros zapatos, para eso llevamos un entrenamiento de pasitos para acercarse al objetivo, para eso nos han enseñado la paciencia, para eso jugamos desde niños a dar pasos pequeños y no incomodar a nadie, para eso hemos crecido como gente civilizada; para sentir que valió la pena el esfuerzo y creer que merecemos el premio, para dejar de pisarnos, para finalmente caminar juntos.
Serpientes y escaleras
T tenía un objetivo: sacar su cédula de maestría. El reto era cruzar la ciudad, enfrentar la burocracia y salir airoso. En el tablero cedemexiquense, avanzó las primeras casillas sin novedad y luego decidió por la amplia variedad de escaleras del metro: fijas y móviles, pequeñas y grandes, su particularidad es el flujo bidireccional. Con su ayuda apareció en otro cuadrante de la ciudad, en un tiempo récord que, por turnos, en cambio, habría tomado mucho más. Callecillas más adelante hacia el edificio de la dependencia correspondiente, le sorprendió ver a tantas papelerías y ambulantes vendiendo memorias USB. Llegó, esperó en la fila, entregó el comprobante de la cita, luego mostró los documentos y finalmente, la serpiente sacó la lengua. Muy bien, joven, ¿sus papeles escaneados? ¿Cuáles? Éstos, los tiene que traer digitalizados. Pero eso no está indicado en su página web. Pues no, pero no le puedo recibir los documentos en físico, los tiene que traer en USB, dice sacando y me tiendo la lengua en un gesto involuntario, casi un reflejo automático tan rápido que podría pasar como un hábito para mojarse los labios. Vaya y cómprele a los de afuera y regrese al rato, le guardamos su turno. Ja, si seré imbécil para dejar que esta gente escanee mis papeles, todas las copiadoras almacenan imágenes de todo lo que pasa por su lente. Pues ahí lo ven, pasando otra vez por los puestos que aparentemente parecen escaleras, pero más bien tienen escamas, para dar con un Office donde tienen políticas estrictas contra el robo de información. Casilla, casilla, casilla, dependencia y finalmente la meta: trámite aprobado. Regrese en tres o seis meses, igual el juego sigue. Con suerte, a la próxima que emprenda este o cualquier otro viaje, ojalá caiga en casillas simples, donde el camino es largo, pero recto, donde no haya escaleras-serpiente que sacrifiquen la ética ni las serpiente-escaleras que te conviertan en parte del descenso colectivo, donde los peldaños de madera no muestren un objetivo bífido, donde las escaleras estén bien apoyadas y donde cueste, pero valga.