Se busca amistad sincera
6:40 a.m. Mismo lugar de todos los días.
Vengo con paso rápido. Hoy salí 3 minutos antes, pero mi instinto de conservación hizo que tuviera que esperar una vuelta más al semáforo porque ni a estas horas la gente respeta cuando hay un monito blanco de led que camina y la cuenta regresiva que indica el tiempo para cruzar la calle a pie ligeramente con más seguridad que cuando aparece detenido y en rojo. En consecuencia, doy pasos más largos y veloces para llegar a la parada apenas unos segundos más temprano de lo normal. Veo la fila y ya llega al tubo amarillo de “No construir” de Pemex. Es corta, pero dependiendo de cuánta gente decida subir al ecobús siguiente o esperar al vacío, puede ser suficientemente reducida para ir sentada hoy o quedarme a un asiento de disfrutar de ese privilegio. Claro, en el caso de que pase un autobús vacío en los próximos 30 minutos.
19, 20, 21, 22. Sí, sí alcanzo a subir, es sólo que están más separados al frente de la fila. Me relajo, saco mi celular, enciendo los datos y recibo los buenos días. Reviso las notificaciones de Facebook de la noche y alzo la vista. Entrecierro los ojos para tratar de leer si el letrero luminoso a la distancia dice “Centro comercial Santa Fe” o “Cuemanco Canal de Chalco”. Por probabilidad, el segundo. Volteo hacia atrás, la fila ya está larga. Veo que al frente viene caminando la señora friolenta que trae siempre gorro, bufanda delgada tipo mascada de estampado floral, abrigo impermeable rosa, guantes y cubrebocas… todo el año. Viene peinando la fila hasta que da con otra doña que no he identificado bien, a esta hora no traigo mis lentes. La saluda, se queda a su lado, intercambia algún comentario sobre el clima y fija su vista en los letreros de los autobuses verdes. No vuelven a hablar y yo me quedo a un lugar más de no ir sentada.
Pasa la van y me hago a un lado para que pase la gente pudiente o que va muy tarde y suban al transporte colectivo no oficial que, por insuficiencia del oficial, se vuelve la opción de emergencia. Pero hoy yo llegué 120 segundos antes, voy con calma. Cuando me doy cuenta ya están delante de mi tres muchachos con mochila que se reunieron con el señor de enfrente de mí. ¿Es en serio? ¿Se van a meter los tres? No se mueven ni intercambian palabra.
Ecobús vacío. Yeah. Empieza a avanzar la fila. Ya se llenaron los lugares de adelante, pero sí lo logro. A la derecha empiezan a bajar corriendo los desesperados de más atrás. Se detienen en la puerta y esperan que nosotros avancemos, hasta que aparece la doña gandaya que clama tener lastimado un brazo pero que sube con sonrisa burlona, ve con sorna a los que llevamos media hora esperando y, si tal necesidad existiera, levantaría a los que ocupan el lugar para personas con discapacidad. Y, así, ocupo el lugar más desafortunado de cualquier autobús: el primero en quedarse parado.
Paso tres cuartos de hora de pie, mientras ato cabos y pienso que al salir por la tarde, la historia no va a ser muy diferente ―la señora “rubia” vivilla siempre busca a la morenita chaparrita, la mamá orgullosa a las maestras y siempre hay un godín que encuentra a otro en la fila―; que mientras llega el enlatado transporte verde, un saludo efusivo y una plática random de cortesía es lo más que intercambian estos personajes desconocidos entre sí, pero unidos por los horarios de oficina y una complicidad extraña que te ahorra el tiempo de espera de pie ―arriba y abajo del autobús―; que la insuficiencia del transporte público crea relaciones de compañerismo basado en un civismo de ese que (no) se aprende en la escuela y (tampoco) en casa; que las amistades más sinceras surgen en la fila de los sentados y que debería, pero no debería, buscarme una.