Insomnio condicionado

Domingo, 9 p.m. Autopista Puebla-México.

Cuento las monedas y las acomodo en filita entre mis dedos. Abro la ventana. Estiro el brazo y, al tiempo que el coche avanza hasta la caseta y se detiene, el sujeto con el trabajo más rutinario del mundo toma el dinero y en su lugar me entrega un papelito que, además del comprobante de pago, “asegura” asistencia en caso de algún desafortunado evento entre esta y la siguiente vez que tenga que contar las monedas otra vez.

Listo, vámonos, dice mi papá y acelera luego de que le diga que no viene coche saliendo de las otras casetas. Ahora sí, duérmete un ratito. Él sabe que nunca seré una copiloto ejemplar. Estamos en la autopista y mi cuerpo lo sabe: me pesan ya los párpados, no importa que haya tomado una siesta de domingo por la tarde. No hay manera.

Hay bastante tráfico. (No puede haber mayor relatividad en el significado de una frase). Estoy cansada, quiero dormir, pero no puedo. Me quito los lentes y me echo la chamarra encima. Nada. Empiezan las curvas.

Cierro los ojos, los fuerzo. Me acomodo. Nada. Platico un poco con mi papá. Lo intento de nuevo. Fijo mi vista al frente pero sin ver nada en realidad. No entiendo qué pasa esta vez. De pronto me encuentro arrugando los ojos para enfocar la vista; descubro que mi atención inconscientemente está en las luces blancas del otro lado de la carretera, más específicamente en los letreros luminosos de los autobuses interurbanos que con leds ponen su destino.

Ya sé por qué no puedo dormir, le digo a mi papá, quien se ha esforzado en no hablar para que pueda pegar ojo. ¿Qué es? ¿Ves los letreros de los ADO o Estrella? Sí. Pues, se parecen a los de los Copesa o los ecobuses. Todos los días espero en la parada de periférico antes que amanezca que pase un ecobús. A la distancia, no se distingue si se trata de un “Canal de Chalco” o de un “Centro comercial Santa Fe”. Incluso me he pegado varias carreras a la parada en falso para descubrir que es la ruta equivocada cuando las letras son suficientemente nítidas. Pues, creo que no puedo dormir porque el contexto es similar: está oscuro hay camiones que vienen de frente con su destino en leds y siento que debo estar atenta para subir al que me lleva al trabajo.

Mi papá me ve con cara extraña y suelta una carcajada. No sí en verdad ir a Santa Fe todos los días te tiene muy dañada. Me río. ¡Pues, claro, trata de ir en transporte público junto con los 300,000 godínez que vamos y venimos a diario! Uno nunca sabe si pasará el ecobús o si aun así logrará subir esta vez.

Hacer la relación logró que mis sistema de defensa se relajara y pudiera empezar a bostezar, pero ahora hay más leds blancos que me distraen. Con sueño, pero despierta llego a esa última parte de la carretera en la montaña donde me encanta observar la inmensidad de la Ciudad representada en lucecitas que llenan todo el valle y pienso que tal urbe no podría ser más interesante; que su complejidad en cuanto a la movilidad provoca una especie de adrenalina godín que hace todos los días inciertos, estresantes, diferentes; que uno tiene conciencia del pasar del tiempo porque la rutina es que no hay rutina; y que no hay paisaje urbano más hermoso que el que tengo al frente.