Weird-us

Frikiplaza. Domingo de febrero. 12:00 p.m.

(No hubo bodas colectivas. Llegamos a la hora al zócalo y preguntamos por el evento. Que está retrasado, dijo una chica de vigilancia. Aprovechamos para ir a desayunar y al poco tiempo volvimos cuando dieron acceso. Había un montón de puestos de los distintos estados de la República, módulos con información y eventos específicos y ya. Que no, que en el programa no hay nada de bodas. Reviso en mi celular la publicidad que dice: Bodas colectivas, febrero 18. Tal vez ese dieciocho se refiere al año, dice mi novio. Tal vez, le digo decepcionada. Habrá que esperar. ¿Damos una vuelta ya que andamos por aquí? Pues sí, qué nos queda. Mira, voy a enseñarte un lugar que puede darte material para crónica. Le sonrío. Llévame, pues.)

Caminamos sobre Madero hasta el Eje Central. Vamos a la Frikiplaza. Sin duda, una parada turística para muchos, un punto de reunión para incluso más, un sitio del que sabía su existencia, pero no había entrado. A ver qué hay. Nos acercamos a la Plaza de la tecnología donde abundan locales de aparatos electrónicos a precios fuera del mercado… oficial. ¿Debo guardar mi celular en donde no se vea?, pregunto al recordar que al internarse en esos puestos uno puede perder más que la ética. No, no, vamos para arriba, me dice.

Subimos unas escaleras que ya empezaban a estar decoradas de personajes y emblemas de videojuegos, anime y otros contenidos asiáticos que desconozco. Arriba, más localitos dispuestos como la plaza de los celulares robados con letreros en caracteres japoneses y en alfabeto romano, los nombres en spanglijaponish. ¿Así que para tener un nombre cool aquí hay que agregar una vocal más –ki o –shi al final? Mi novio se ríe. Más o menos. Mira, este piso es el más caro donde encuentras videojuegos nuevos y originales. El de arriba tiene algo más variado con juegos usados o más viejos, el tercer piso (que debiera ser el cuarto del edificio, pero estando ahí se pierde la noción de la realidad: no hay ventanas, lo que te rodea son ojos rasgados, ropa y peluches coloridos, mucho maquillaje, imágenes de manga que parecen hechas en Paint impresas en tabloide con promociones en texto) tiene más de lo mismo, más un área de juegos de cartas (¿juegos analógicos?) y hasta el último (oh, sí, hay 4 pisos de este mundo underground pero que está overtheground) hay consolas para rentar y comida, asiática, por supuesto.

Seguimos avanzando entre los locales de videojuegos, disfraces y accesorios para hacer cosplay, consolas desde la más polvorienta de tu memoria de la infancia hasta las inalámbricas en 3D portátiles y no sé cuánta cosa más. ¿Te acuerdas de los escudos de los Caballeros del Zodiaco? Miro la colección con detenimiento y aunque algo me suena, recuerdo que apenas alcancé a ver a escondidas algún capítulo. Fui de esos niños criados por padres a quienes les dijeron que las caricaturas japonesas eran violentas —salvo Candy Candy porque esa la había visto mi mamá y le encantaba Anthony— y que los videojuegos eran adictivos… y tenían razón, aunque estas características no eran exclusivas de ambos hitos de la infancia millenial, pero la prohibición sólo hizo que cambiáramos el canal cuando oíamos el crujir de pasos en la escalera y aprovecháramos las comidas en casas de amigos para jugar Mario o Zelda.

Piso 2. Se busca personal femenino, dice un letrero. Claro, el público es mayormente masculino. Sólo he visto unas cuantas chicas extravagantes, una niña que compraba un peluche y madres con los ojos muy abiertos que toman fuertemente de las manos a sus hijos para que nos se les escapen cuando encuentran el objeto que buscan. El resto: mujeres que, sentadas tras los mostradores, se maquillan.

Piso 3.Dejando de lado esta minoría, el mercado objetivo: jóvenes varones. Frikis, uno pensaría, pero si no se les ve con su deck de Yu-Gi-Oh en semejante punto de la ciudad, no son más que personas normales en un contexto wannabe asiático-alternativo. (No me imagino a nadie en Asia en una Mexiplaza donde vendan burritos mal hechos, bigotes, maquillaje moreno, telenovelas de Televisa y tenga una sección para jugar a la lotería). Mira, esta es la tienda que tiene los mejores precios, dice viendo la pared tapizada de videojuegos. Ah, digo mientras evito ese desplegado de oferta de entretenimiento que no me entusiasma, pero alcanzo a ver un padre emocionado casi arrastrando de la mano de su doble en miniatura y mostrarle un producto que es tan indiferente para el niño como para mí.

¿Vas a comprar alguno? No, siguen caros. ¿A ti te gustaría algo? La neta no, digo escéptica al tiempo que miro en otro local, llamado Weird-us, unas varitas de Harry Potter y una sudadera corta que dice: I solemnly swear I am up to no GOOD.  Eso sí me gusta, le digo antes de ver al fondo un mameluco para adulto de Reptar… de peluche. ¿Es en serio? ¿Hay mercado para esto? ¿En qué contexto lo utilizas? Te sorprenderías. Nos reímos y avanzamos.

Piso 4. Percibo un olor a fritanga de rollos primavera mezclada con pizza y ramen desde la escalera para llegar a la zona de los frikis sociales, esos que, dentro de su introversión, buscan el reconocimiento público al demostrar sus habilidades en las consolas, las computadoras o las maquinitas. De otra manera, jugarían en internet en sus casas (porque obvio todos tienen al menos una). 1 hora, $35; 2 $50, 3 $70, 5 $90, 10 $150. La adicción no tiene nada que ver, mamá, sólo es el entretenimiento más barato que he visto.

Al centro hay un pequeño escenario y hacen pruebas de sonido. No entiendo el anuncio porque no hablo japonés (¿Cuántos aquí serán fluidos en este o en cualquier idioma asiático?), pero en nuestro alfabeto dice Sailor Moon y hay una imagen de Serena (Esa sí la vi a escondidas y años después los 200 capítulos en YouTube en una Semana Santa en la prepa, cuando las prohibiciones parentales comenzaban a perder sentido). Domingo 18, 18:00. ¿Van a cantar en japonés? Makenai, lalalala, Sailor Moon… Makenai, lalalala, Sailor Star… Por alguna razón sólo recuerdo la letra washawasheada de la última temporada en japonés cuando voy bajando las escaleras.

Piso 3. En un puesto alcanzo a ver a un chico probándose un mameluco de peluche. Oh, sí, uno azul de Stich. Piso 2. A ver, déjame dar la vuelta por aquí, creo que no hemos pasado por esta parte. Me interno en los locales como si mi ubicación espacial fuera tan buena y como si buscara algo en particular mientras me pregunto hace cuánto habrían empezado las frikiplazas y si mi mamá habría entrado a una a comprar un póster de Anthony. De pronto doy con lo que mi inconsciente pensaba que tal vez encontraría: penden de entre peluches y guantes que simulan patas de gato, gorras rojas y verdes con alitas. ¿Me las puedo probar? Sí, sí. La tomo y compruebo una vez más que mi cabeza es muy grande. Bueno, gracias. Ahora sí, ya vámonos.

Piso 1, escaleras. Planta baja. El Sol otra vez. Caminamos al metro y le agradezco la experiencia. Fue todo un descubrimiento: el lugar más colorido y a la vez más nostálgico de la ciudad, ahí donde te mimetizas con tus héroes en peluche y descubres que nunca eres demasiado grande para tener esa carta o esa varita, donde te das cuenta que crecer es un invento de la mercadotecnia, donde se puede jugar a ser asiático sin perder color ni el tamaño de los párpados, donde muchos tienen un refugio y adonde tal vez regrese a las 18:00 a cantar Makenai con nueva sudadera.