El Gulliver de Pino Suárez

Línea rosa. Sábado, 8 p.m.

Vamos sentados mi novio y yo luego de un día de caminar por el centro. Recargo mi cabeza en su hombro, desenfoco el vaivén de las puertas y le permito a las horas a pie empezar a hacer más pesado el regreso. En ese (no) ver, un joven moreno de escasa estatura capta mi atención al casi perder el equilibrio tras avanzar el vagón. Por su semblante desorientado parecía claramente pasado de copas o de hierbas. El hombre se sostiene con la espalda contra la puerta contraria a la entrada, clava la mirada en algún lugar entre el suelo y se deja llevar como los que lo observamos.

Pino Suárez. Entra un muchacho rubio, guapetón, corpulento y alto, pero muy alto. Pasó frente al joven indispuesto y se colocó frente a él en el pasillo en el cual nos encontramos sentados. Para el él tampoco pasó desapercibido, pues abrió con esfuerzo los ojos y lo miró de arriba abajo con asombro. Giró la cabeza, murmuró algo, se notaba inquieto. De pronto, se irguió (dentro de lo que cabe) dio un paso tembleque y se colocó al lado del otro joven. De reojo, pero hacia arriba desplazó la mirada hasta dar con el atractivo rostro, volvió a bajarla hasta su brazo como queriendo medirse y se estiró para tocarle el hombro al güero con el índice. El alto volteó y bajó la vista hasta dar con el chaparrito.

¿Yu gringo, verdad? ¿Eh? Que ¿Yu gingo? No. Oh, ¿Yu no gringo? No, soy mexicano. Oh, asiente repetidas veces sin dejar de verlo. ¿Wer Yu eres? ¿De dónde soy? Ándale. Soy de México, soy de Chihuahua. ¡Ah, Chihuahua! El chico alto devuelve la vista a la ventana que muestra el pasar del túnel, el otro también a la par que menea la cabeza hacia los lados. Mi novio y yo intercambiamos miradas, casi puedo leer sus pensamientos norteños que no deben ser muy diferentes de los del chihuahuense. El metro no ha avanzado.

Pero, ¿yu espic espanich? Le ha tocado el hombro nuevamente. Lo mira con preocupación, tuerce la boca y menea la cabeza. No ha entendido. Que si tú espic español. Sí, hablo español, soy de Chihuahua. ¡Ah!, dice aliviado. Siguieron las preguntas esta vez en sus lenguas maternas. Que qué hacía por aquí, que si le gusta, que, que; lo que fuera para mantener la conversación, lo cual dificultaba el gigante del Norte al responder con frases cortas.

El metro retoma el paso y una estación adelante el chihuahuense le dice al cedemexiquense que se iba a bajar, a lo que el segundo contestó con una mueca y el murmullo de algo que no alcancé a entender. El rubio se giró hacia su admirador al tiempo que soltaba su mano del tubo. Le mostró la palma como gesto de despedida y esperó a que el interlocutor le ofreciera la mano para estrecharla. Sin embargo, el chico, en su lugar, estiró el brazo para alcanzar a chocar la propia con la de Gulliver, lo que le supuso, dada su corta estatura, un pequeño brinquito. Extrañado, el norteño se dirigió a la salida con paso decidido y supe que no se volvió hacia a su nuevo amigo del metro porque seguro sentía en su espalda la mirada (des)ilusionada de quien lo veía salir del vagón.

Una estación más bajó tambaleándose el chaparrito y por fin pude comentar entre risas la escena con mi novio. Continuamos el viaje y volví a recargarme en su hombro mientras pensaba que tal vez la intención del chihuahuense de colocar su mano a una altura inalcanzable no era ver saltar al chilango, sino que fue un acto inconsciente fijado por los años de interacción con gente de cierta estatura; que ligar en el idioma equivocado no es recomendable; que hay amigos efímeros de metro y que este país es tan bellamente diverso.