Vulnerable cortesía
Ecobús lleno. Amanecer.
Despierto. No porque haya estado dormida, sino porque uno verdaderamente sale del periodo de casi-sueño entre la cama y unas decenas de minutos después cuando algún momento de estrés libera adrenalina en tu sistema y entonces se apaga el piloto automático. Voy de pie en el pasillo justo al lado del primer asiento. Sí, a las 6:30 a.m. ya uno se pelea por el primer metro cuadrado (?) del pasillo. Hemos llegado a las Torres y han desafiado la física para meter 6 personas cuando apenas salieron 2.
Tengo mi mochila al frente, recargada contra la base del primer asiento. Los ecobuses tienen sobre las llantas de adelante una elevación que, desde adentro ofrece asientos a un metro de donde las pisadas sobre los zapatos recién lustrados son lo de todos los días. Detrás de la señora que duerme plácidamente en ese trono, sobre el monte de metal entre dicho asiento y el siguiente, con el cuerpo contra el respaldo y las rodillas sobre el tubo que impide a quien tiene sentido común ocupar ese lugar, en cuclillas hay una chica que empieza a desdoblarse para acercarse a la puerta.
El “lugar” se queda vacío y yo me hago a un lado para que la muchacha pueda salir de ahí. Pasa a mi lado y comienza a esquivar los obstáculos-personas que le impiden llegar a tiempo al momento de abrirse las puertas. Me vuelvo a acomodar.
¿Te quieres sentar? Me giro hacia el señor trajeado de mi izquierda, miro a mi alrededor y todos los asientos están ocupados. Lo vuelvo a ver con extrañeza. Ah, es que se acaba de ir la chica que estaba sentada ahí. Sin cambiar de expresión, observo la curva y pienso que ese tubo intermedio tiene sentido para mí y que mi estatura hará muy complicado el colocarme en el no-asiento. Es que… luego la gente se sube ahí… Y pues… pensé que querrías sentarte, así que iba a cederte el… Iba a decir la palabra “lugar” entre sus titubeos. Creo que mientras lo decía en voz alta, se daba cuenta de lo mal que se oía porque, al instante, su rostro comenzó a confundirse con su corbata roja. Disculpa, emitió con un soltar de hombros. Contrario a lo que esperaría, no pude evitar soltar una carcajada. Pues… Gracias… Supongo. Me reí y él me siguió. Ay, disculpa. No, no, todo bien. Sólo que me hiciste reír.
Silencio. Sí, ya ves, uno tiene que pelear aquí hasta por los lugares que no son asientos. Sí, está imposible. Silencio. Silencio. Oye, ¿dónde trabajas? Adiós a las risas. Mmmhh, en Santa Fe. Obvio, hacia allá es el destino de la ruta. Sí, bueno, es que te he visto a veces en la parada a eso de las 7. Yo subo una parada después pero como a veces no se puede subir porque ya va lleno el camión, me bajo allá donde tú lo tomas. Y veo que te bajas en la curva que sube hacia el Centro Comercial. Se enciende el foco rojo. ¿Trabajas ahí? No. ¿En dónde? Ah, en un edificio. ¿Por dónde? Quiero ya dejar de contestar. Por la Ibero. Que por suerte es muy grande y hay mil cosas alrededor. Yo trabajo en José Cuervo, entro a las 7 pero como soy algo flojo, llego tarde. Silencio. ¿Tú a qué hora entras? El foco rojo sube de intensidad. Ah, varía. ¿Vienes todos los días? A veces, cuando hay trabajo. ¿Y sales? No tengo hora. Se me acaban las frases vagas para evitar dar información. ¿Cómo te llamas? Silencio. Ana. Por primera vez tener un nombre común ayuda en algo, pues voltear hacia la ventana después de cada respuesta no le ha dado una pista de mi desinterés. ¿Ana qué? Ana. Bueno, Ana. Soy Martín. Sonrío sin despegar los labios, esa sonrisa incómoda. Para variar hay tráfico y mi parada está lejos todavía. Ya me voy a empezar a recorrer. Hasta luego.
Me echo mi mochila al hombro y avanzo hacia la puerta. Miro hacia afuera y evito hacer contacto visual con cualquiera que me rodea. Mi parada. Doy pasos chiquitos hasta que llego a la salida y entonces hay que dar la zancada hacia la banqueta. Voy rápidamente directo al trabajo. No hay prisa, he llegado temprano, pero no puedo ir más lento. Así camino cuando estoy molesta.
Entro, voy a mi lugar y me siento en una silla de verdad. Enciendo mi computadora y aunque abro correos y archivos, sólo puedo repetir en mi mente la escena. No podía dejarlo en la divertida anécdota de un aparente gesto de cortesía. No podía limitarlo a un intento de plática para amenizar el camino. No podía filtrar el recuerdo y justificar las preguntas. No podía no relacionarlo con otros que pasaron el límite de lo verbal en situaciones no muy diferentes. No podía evitar el imaginarme mañana al amanecer esperando en la parada otro ecobús lleno. No habría periodo de no-sueño. Nada sería indiferente.